Relato: Luisa Rojas • Ilustración: Elvira Rojas

Turbación silenciosa

-Buenas noches, cariño. -Mario se incorpora para darme un beso de buenas noches. – ¿Vas a quedarte mucho más rato leyendo?

-No, no mucho. Sólo un par de páginas más para terminar este capítulo y ya apago la luz también.

Mario tira de las sábanas hasta la altura de las orejas y se acurruca a mi lado. Su respiración se hace más rítmica y sosegada. No tardo demasiado en tumbarme para dormir también, pero no puedo. Todas las diapositivas de la jornada se revelan a gran velocidad en mi mente una tras otra. Ha sido un día bastante ajetreado.

De forma casi inconsciente mi pensamiento se detiene en un instante apenas imperceptible, mínimo: una mirada. Una mirada que se clava en mí, y que recreo una y otra vez. En mi cabeza reproduzco y reinvento ese momento sin cesar y mi mente abrumada comienza a imaginarse caricias y movimientos surrealistas que me agitan.

Me avergüenzo un poco por esta osadía silenciosa, pero es demasiado tarde. La sola idea de la mirada de otro hombre de mi entorno me enciende y alborota mi imaginación. Mi mente se ha convertido en una especie de mono salvaje que salta desasosegado en mitad de un ejercicio creativo que únicamente busca mi propio éxtasis sexual.

El bochorno me vuelve a parar en seco. – Ana, eres perversa – me digo. – ¿Cómo puedes estar evocando el delirio sexual con otro hombre mientras Mario duerme junto a ti? Es lamentable, es humillante, es sucio. Me acomete un gran sentimiento de culpa. ¿Qué opinaría Mario si lo supiese? o peor, ¿y si me viese? Estaría rompiendo nuestro compromiso de confianza y fidelidad mutua. Mi sexualidad es parte de los dos. ¿No debería de espabilarle suavemente y hacer el amor con él? Estoy siendo una egoísta. ¿Dónde está la confianza, el amor y la lealtad con mi pareja cuando, incluso yaciendo a su lado, fantaseo sexualmente con un universo de placer clandestino que le excluye a él?

Me entristece el ser la espectadora de mi particular lucha de dualismos, cuando aparentemente, me considero una mujer liberada, de mi tiempo y con las cosas muy claras. Pero no. Lo cierto es que soy otra víctima de las viejas tradiciones. Costumbres heredadas y cocinadas a fuego lento a través de los años, tan enraizadas en mi sustancia, que se niegan a morir. Gestos y comportamientos todos supuestamente insignificantes, pero que al fin y al cabo no dejan de ser parte de la misma falacia opresora. Lo quiera o no yo también estoy marcada por el pasado, e igualmente me he convertido en mi propio verdugo. ¿Cuántas veces me repitieron que para ser una mujer hecha y derecha hace falta ser “decente” y “respetarse a una misma”? Hay que ser afable, amorosa, dulce y buena madre porque todo lo que no se ajuste a todo eso te arriesga a que te conviertas en una “libertina” o en una “fulana”. Siento que mi identidad sexual, como la de casi todas las mujeres, se mide en función de cómo te relacionas con el hombre. Lo tengo grabado a fuego. Mi plenitud sexual no me corresponde del todo.

Me viene a la cabeza el recuerdo del día en el que experimenté por primera vez mi propio cuerpo ante una secuencia de una película subida de tono. Mi padre, visiblemente incómodo, apagó la televisión de un salto y me mandó a la cama, porque “ya se estaba haciendo demasiado tarde”. A pesar de la censura, la escena me hizo sentir una tensión que no conocía hasta ese momento. Aquella escena despertó mi curiosidad y dio pie a que tomase la iniciativa de comenzar a explorarme, aunque en aquel momento aún no supiese exactamente lo que hacía.

Fue un hallazgo secreto del que nunca he podido hablar. – No, de eso no se habla. Ni siquiera con mis amigas más íntimas. Curiosamente sí podemos hacerlo de las relaciones sexuales con nuestras parejas, pero la masturbación es un tema que no se toca. Es una especie de regla tácita que todas conocemos. No, de eso mejor no se habla.

Sigo dándole vueltas a la cabeza. – ¿Y si lo comentase con Mario? Quizás un poco de iniciativa de mi parte añadiría algo de pimienta a nuestros encuentros íntimo. ¿O estoy convirtiendo de nuevo mi propia fantasía en un instrumento de placer para otro?

En un esfuerzo por dejar de pensar y de continuar auto reprimiéndome decido entregarme a mí misma. Mi feminidad anhela sentirse y disfrutarse. Resuelvo reivindicar mi placer solitario y mi intimidad, que nada tienen que ver con mi pacto de pareja con Mario. Mis sentidos se exaltan ante esta libertad súbita que yo misma me concedo. Comienzo por sentir cómo se intuye la textura de las sábanas, de mi propio camisón y autoexploro el roce de mi propia piel. Transformo el tacto de todo lo que me toca en el tacto de una mano invisible que me acaricia y reproduce exactamente lo que quiero sentir. En mi interior recreo mi propio cuerpo de mujer como algo hermoso. Me contraigo, vibro y fluyo sensualmente con cada percepción y lo disfruto. Es algo mío y sólo mío. Mis caderas quieren expresarse libres con cada uno de los estímulos de mi alucinación y de mi propio erotismo.

Pero Mario me sobresalta. Se mueve, y poniéndome uno de sus brazos encima, me abraza – Te quiero amor – me susurra medio dormido. Me siento descubierta en el renuncio de un error. Es la señal de lo ilícito. -Qué estaba haciendo! Súbitamente fulmino todo de mi mente. Aterrizo en mi realidad. Siento la noche. El silencio del dormitorio se hace presente en contraste con mis pensamientos alterados. A través de las cortinas se cuela la fina tira de luz de una farola de la calle. Escucho el bombeo de mi propio corazón. Advierto la rigidez de mi pecho.

Con un sentimiento de vacío y frustración me incorporo también. Me acurruco junto a Mario y sintiendo su calor familiar, me entrego al sueño.